jueves, 20 de mayo de 2010

IDEAS BÉLICAS


Por: Marion Michelle Fryer Esqueda

El campo de batalla es un valle amplísimo, un terreno plano, tan plano que no hay elevación alguna que interrumpa el horizonte. La vista se extiende en línea recta por kilómetros y kilómetros, perdiéndose en el infinito. Es el lugar perfecto, la masacre es casi inevitable.

Las filas se alistan. Los soldados alineados intentan detener las armas que se resbalan entre sus manos sudorosas. Todos están prestos para el gran enfrentamiento. Emprenden la marcha hasta su punto de ataque. Cada regimiento va dejando una estela de polvo a medida que avanzan. La tensión se estira con cada gota de sudor, con cada respiro. Los pulsos se aceleran y se anudan en las gargantas. Todos esperan la señal, la señal…

En eso, yo sentada frente al escritorio, con el cuaderno blanco delante de mí. La blancura de las hojas se muestra inhóspita, infinita y plana, sólo comparable con el campo de batalla aquél. Sin prestarle mucha atención, levanto la pluma junto al cuaderno. En una fracción de segundo tomo la terrible decisión de concentrar mis esfuerzos para ponerme a escribir…

¡La señaaaal! ¡La señaaaal! El eco temeroso se esparce y retumba a todo lo largo y ancho del valle sin fin. Desde un pelotón, como un trueno, se escucha un grito a todo pulmón - ¡Al ataqueee! -. Pareciera que el grito hubiera transformado el tiempo en una especie de gelatina que se contrae y se expande al ritmo del alarido. Las gotas de saliva que brincan de la boca permanecen colgadas en el aire por un brevísimo instante, y de repente el tiempo-gelatina se congela y explota. Todo se precipita, todo se acelera en un torbellino. Ha comenzado el fatal encuentro.

Desde todas partes se ven correr filas y filas de combatientes. Chocan, se encuentran, se tiran al suelo. Se han abrazado en una feroz lucha de la cual no hay salida. Todo es confusión, ya no se distingue quién le ha pegado a quién; quién corre y quién grita. Las nubes de polvo cubren los horrores de la batalla, sólo escapan los aullidos tribales y el golpeteo de los sables. Se distinguen siluetas de caballos que relinchan y flechas que vuelan. Los tambores no cesan de sonar, así como los cuerpos heridos caen sin parar contra el suelo. La sangre cubre la tierra, corre como ríos caudalosos. Pero la sangre es negra, espesa y los ríos encuentran salida en la punta de un bolígrafo, convirtiéndose en tinta. Voy manchando el papel blanco de mi cuadernillo, sin imaginar siquiera que cada palabra es la fúnebre memoria escrita de una descomunal batalla. Cada letra es el recuerdo de una fatal guerra librada entre ideas egoístas que buscaban salir victoriosas, proclamándose dueñas absolutas de la indomable llanura que llamo “Mi Mente”.

Pobrecitas ideas ilusas, en su afán de conquista han perecido. Lo han dado todo en el campo de batalla y como se predijo, la masacre ha sido devastadora. Ninguna pudo declararse vencedora.

Pero al final, no todo está perdido. Al no lograr la victoria individual, han ganado todas y su recompensa es la reencarnación. Las difuntas ideas han resucitado, transformadas y elevadas en un todo. Su fugaz existencia ahora ha quedado inmortalizada, dando vida a este escrito.

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