miércoles, 21 de abril de 2010

Quetzalcóatl


Cuando desperté temprano por la mañana, me levante de la cama y al medio día ya me andaba de hambre, salí del cuarto donde descansaba y cargué en el morral lo necesario para la pesca rudimentaria; piola, anzuelos, plomada y una manaza como carnada para mi hambre bien acostumbrada de medio día, en el hombro contrario que carga con el morral llevaba una bolsa (llena) hasta la mitad de cabezas de camarón que utilizaba para atraer a mis presas.

Penetré por entre la arena y las rocas hasta llegar al sitio que consideré justo para el lanzamiento del chinchorro. Lo que pescara con mis manos iba a ser la única comida disponible, así que las eche andar. El anzuelo se atoró y perdí en mi primera oportunidad, aunque recordé que el secreto de todo buen pescador, balbuceaba mi abuelo, era el de no perder la fe. Así fue y me vi sumergido en la ardua lucha entre los nudos y amarres de un nuevo colguije que lanzaría otra vez en busca de mayor suerte. Definitivamente el lugar no era el correcto, concluí, y me alejé rumbo al sur en busca de menos oleaje y mayor altitud.

Creo haber dado con el lugar adecuado, le atravieso los ojos a una cabeza de camarón con el filo del anzuelo que va atado aproximadamente a un metro de distancia del pedazo de plomo, mientras este se hunde, la carnada queda flotando simulando ser una deliciosa comida señal de sobrevivencia en donde habita la muerte. Le atravieso una mirada al horizonte y es cuando columpio la trenza de nylon con mi brazo derecho, lanzo con fuerza y veo como mi segunda oportunidad se hunde con las olas. He perdido mi segundo anzuelo.

A lo lejos veo a dos figuras platicar y con sus manos hacen movimientos como tratando de llamar a alguien, están jalando una cuerda imaginaria intentando jalar el mar. Me acerco y compruebo mis sospechas: son dos gatos trabajando por su almuerzo, me dirijo al más joven de ellos y le pido me explique cómo pescar. Me revisa el vestuario, me da indicaciones de cómo amarrar los nudos y lanzar en la posición correcta mientras que el más viejo de los gatos nos sigue de cerca con sus ojos azules y se saborea el aire pasando su lengua rasposa por sus bigotes torcidos. Después de dos horas de lanzar, coger y recoger mi anzuelo sin éxito me despido cordialmente de mis amigos gatunos que tampoco habían alcanzado su objetivo aquella tarde. Me siento a contemplar reflexivo las arrugas que se mueven en el agua, me como mi manzana sabor camarón, y le doy la palabra a la frustración.

El Sol siguió su rumbo y el ansia de que alguna criatura marina hiciera el favor de caer en la trampa también, no importaba que fuese chico o grande, de colores o pardo. Lo que me importaba era, encontrar el inicio de la lucha por la vida o la muerte de un pez que enfrenta a su verdugo. La absurda recompensa.

El crepúsculo estaba por ocurrir y el Sol por darme la espalda declinándose a la mar en medio de dos grandes islas blancas ocurridas así por la mierda de gaviotas y pájaros que las vigilan y no las dejan ir.

A orillas de allí hay diez personas pescando; “buenas tardes ¿no se dejan?” interrumpo, refiriéndome a los peces astutos que no se venden al primer anzuelo que ven. Mi técnica definitivamente había mejorado gracias a los consejos de don gato hasta el punto de poder precisar en donde iba a llegar mi lanzamiento, además de que logré que no se me atorara ni rompiera la piola a lo largo de tantos intentos.

Aquella tarde se había vuelto ya un reto para los que nos encontrábamos allí, el Sol se nos adelantaba y a ningún balde le caía un pescado. Me moví de posición hacia unas rocas entrelazadas y lancé con fuerza mi enfurecido arpón, cuando lo recogí tuve la sensación de haber pescado algo o que de nuevo se había atorado el anzuelo en alguna roca, pero las miradas de mis compañeros de pesca afirmaban lo primero y, de un último estirón traje a mis pies una víbora pintada de verde con puntos dorados, negros y cafés en su húmedo dorso que se retorcía y aferraba a la piola a mitad de una agonía por seguir viviendo, en el hocico tenia atorada las patas del calamar que mordió en su intento por comer.

Un viejo metiche trepó hasta la roca en donde yo me encontraba y me arrebató la soga de la que colgaba mi pequeña Quetzalcóatl para golpearla contra las rocas argumentando que es tipo de anguilas no se comen, saque mi navaja y corte la piola para que la víbora de mar escapara y volviera a ese mundo al que pertenecía. Para los cangrejos que paseaban por las rocas fue un magnífico espectáculo lo ocurrido aquella tarde donde el depredador fue desafiado y vencido por su presa, se rieron a carcajadas y se escondieron junto con el Sol.


Por: Eduardo González

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