En tiempos de crisis, probablemente lo que más extrañamos son los orígenes. Esos tiemposs gloriosos donde las cosas eran más simples, vivirr era mucho más sencillo y las alegrías pocas veces (o ninguna) tenían que ver con el dinero. Las raíces de esa civilización pérdida son hoy día tan sólo un sueño romántico que hemos condenado a la imposibilidad, al ufanarnos de nuestro progreso tecnológico y los desplantes de la sociedad ultramoderna. Tan sólo en nuestras elucubraciones más censurables es posible ser una comunidad estrecha que se comporta de forma humana y sensible, reconociendo a su par como un hermano. Es así por qué, seamos honestos: ¿Quién puede retroceder el tiempo y dar marcha atrás? ¿Cómo borrar los adelantos que nos han traído tantos problemas como comodidades? ¿De qué manera lograr un consenso universal para destruir los convencionalismos torpes que limitan a nuestra especie?
El mundo que conocemos tu y yo le da una importancia bárbara a la competencia, a la productividad, al éxito individual, sin preguntarse el porqué. Ritmos frenéticos y esclavizadores de trabajo nos dejan sin la opción de tratarnos de frente y charlar, estableciendo un auténtico vínculo de comunicación. Tan sólo queremos “superar” a los demás, ser reconocidos, sentirnos aceptados, huir de las preguntas trascendentales para las que no tenemos respuesta. Sumergidos en el trabajo, los vicios y cualquier otro tipo de autodestrucción, nos hacemos insensibles, inmutables. Nos enfrascamos en una carrera sin sentido, violenta, desastrosa. No sabemos detenernos a tiempo para evitar la infelicidad y el vacío resultante en nuestras almas. No nos atrevemos a cuestionarnos aquello que nos pueda traer algún conflicto emocional.
No obstante, hay una salida en nuestra mente, en el sitio más elevado de nuestros pensamientos. La pequeña aldea que imagino es diferente. Las reflexiones más profundas sobre esa utópica propuesta rompen con cualquier sistema dominante establecido. En esa pequeña aldea no existe el deseo de aplastar al otro. El crecimiento es más importante en el aspecto espiritual que en el material. Por supuesto, en ese insignificante y aislado rincón siempre habrá tiempo para beber una taza de café y conversar.
En ese lugar sagrado no existen prejuicios ni discriminación de ningún tipo. Ninguno aspira a poseer, nadie desea atesorar o demostrar una supuesta superioridad. Nos reconocemos como parte de un todo y estamos dispuestos a servir para ser mejores como grupo. Sabemos voltear a ver a nuestro compañero en desgracia, apoyarle en el momento más crítico, estar consciente de su dolor y carencia para animarlo. Nuestro trabajo es sólo una forma de ganarnos el sustento y no de crear castas y divisiones. No añoramos riquezas, títulos nobiliarios o blasones. Somos libres, porque sabemos lo que ello significa. Vemos con claridad, porque nos han quitado la venda de los ojos. Preferimos lo valioso, lo incuantificable: aquello que nunca podríamos comprar.
Somos capaces de pensar por nosotros mismos, de rechazar cualquier ideología, de dominar a nuestro ego. Hacemos las cosas por diversión, y las disfrutamos. Jugamos el mismo juego. Somos capaces de admirar nuestro entorno, de convivir de una manera justa con la naturaleza. No necesitamos destruir para hacernos respetar, pues formamos parte de la familia más grande y armoniosa que existe. No necesitamos una autoridad que nos proteja o castigue, ni estamos obligados a creer en teorías degradantes. Enfocamos nuestras energías en compartir, en ser mejores. Buscamos evolucionar en un aspecto multidimensional. Sabemos amar de verdad y reconocer nuestra esencia, nuestra pureza. En este paraíso no conocemos los temores con los que luchamos aquí, en nuestra corrompida y denigrante realidad.
Como bien has de saber, todo aquí abajo es mucho más complejo. Vivo entre la espada y la pared, en la contradicción intelectual más grande. Tengo que aprender a vivir con eso. Aceptar que no todo es como quisiera. Reconocer la existencia de lo que es y lo que debería ser. Conciliar las respuestas científicas con el malestar social, y así alejarme de las posturas radicales y de la filosofía maniquea. Conocer y permitir los supuestos, respetar y descifrar leyes y modelos. Comprender que las soluciones no se manifiestan en un día, que la transformación es un proceso largo. Saber que las respuestas no siempre son las correctas, que no hay una verdad absoluta ni un control infalible. Entender que lo más que podemos hacer es influir en nuestro círculo inmediato, contagiar las ideas y emprender las acciones desde el nivel personal, sin perder la esperanza. Desechar la prepotencia y los delirios de grandeza, las actitudes mesiánicas y la frialdad del corazón. Abandonar el cinismo práctico y las mentiras ocultas, la charlatanería y el crimen disfrazado. Sin duda, tener siempre en mente esa imagen perfecta de nuestra ilusión, y no abandonar la lucha de esta causa perdida. Esa metáfora de la pequeña aldea es lo que nos debe mantener de pie, despiertos, con una sonrisa en el rostro. Nos debe ayudar a ser congruentes con nuestros valores y entusiasmarnos para replantear los objetivos. Economistas: ¡animémonos a construir algo juntos! Ω.
Por: Víctor López Tirado.
El mundo que conocemos tu y yo le da una importancia bárbara a la competencia, a la productividad, al éxito individual, sin preguntarse el porqué. Ritmos frenéticos y esclavizadores de trabajo nos dejan sin la opción de tratarnos de frente y charlar, estableciendo un auténtico vínculo de comunicación. Tan sólo queremos “superar” a los demás, ser reconocidos, sentirnos aceptados, huir de las preguntas trascendentales para las que no tenemos respuesta. Sumergidos en el trabajo, los vicios y cualquier otro tipo de autodestrucción, nos hacemos insensibles, inmutables. Nos enfrascamos en una carrera sin sentido, violenta, desastrosa. No sabemos detenernos a tiempo para evitar la infelicidad y el vacío resultante en nuestras almas. No nos atrevemos a cuestionarnos aquello que nos pueda traer algún conflicto emocional.
No obstante, hay una salida en nuestra mente, en el sitio más elevado de nuestros pensamientos. La pequeña aldea que imagino es diferente. Las reflexiones más profundas sobre esa utópica propuesta rompen con cualquier sistema dominante establecido. En esa pequeña aldea no existe el deseo de aplastar al otro. El crecimiento es más importante en el aspecto espiritual que en el material. Por supuesto, en ese insignificante y aislado rincón siempre habrá tiempo para beber una taza de café y conversar.
En ese lugar sagrado no existen prejuicios ni discriminación de ningún tipo. Ninguno aspira a poseer, nadie desea atesorar o demostrar una supuesta superioridad. Nos reconocemos como parte de un todo y estamos dispuestos a servir para ser mejores como grupo. Sabemos voltear a ver a nuestro compañero en desgracia, apoyarle en el momento más crítico, estar consciente de su dolor y carencia para animarlo. Nuestro trabajo es sólo una forma de ganarnos el sustento y no de crear castas y divisiones. No añoramos riquezas, títulos nobiliarios o blasones. Somos libres, porque sabemos lo que ello significa. Vemos con claridad, porque nos han quitado la venda de los ojos. Preferimos lo valioso, lo incuantificable: aquello que nunca podríamos comprar.
Somos capaces de pensar por nosotros mismos, de rechazar cualquier ideología, de dominar a nuestro ego. Hacemos las cosas por diversión, y las disfrutamos. Jugamos el mismo juego. Somos capaces de admirar nuestro entorno, de convivir de una manera justa con la naturaleza. No necesitamos destruir para hacernos respetar, pues formamos parte de la familia más grande y armoniosa que existe. No necesitamos una autoridad que nos proteja o castigue, ni estamos obligados a creer en teorías degradantes. Enfocamos nuestras energías en compartir, en ser mejores. Buscamos evolucionar en un aspecto multidimensional. Sabemos amar de verdad y reconocer nuestra esencia, nuestra pureza. En este paraíso no conocemos los temores con los que luchamos aquí, en nuestra corrompida y denigrante realidad.
Como bien has de saber, todo aquí abajo es mucho más complejo. Vivo entre la espada y la pared, en la contradicción intelectual más grande. Tengo que aprender a vivir con eso. Aceptar que no todo es como quisiera. Reconocer la existencia de lo que es y lo que debería ser. Conciliar las respuestas científicas con el malestar social, y así alejarme de las posturas radicales y de la filosofía maniquea. Conocer y permitir los supuestos, respetar y descifrar leyes y modelos. Comprender que las soluciones no se manifiestan en un día, que la transformación es un proceso largo. Saber que las respuestas no siempre son las correctas, que no hay una verdad absoluta ni un control infalible. Entender que lo más que podemos hacer es influir en nuestro círculo inmediato, contagiar las ideas y emprender las acciones desde el nivel personal, sin perder la esperanza. Desechar la prepotencia y los delirios de grandeza, las actitudes mesiánicas y la frialdad del corazón. Abandonar el cinismo práctico y las mentiras ocultas, la charlatanería y el crimen disfrazado. Sin duda, tener siempre en mente esa imagen perfecta de nuestra ilusión, y no abandonar la lucha de esta causa perdida. Esa metáfora de la pequeña aldea es lo que nos debe mantener de pie, despiertos, con una sonrisa en el rostro. Nos debe ayudar a ser congruentes con nuestros valores y entusiasmarnos para replantear los objetivos. Economistas: ¡animémonos a construir algo juntos! Ω.
Por: Víctor López Tirado.
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